Familias prisioneras: encierran madre e hija tras pedir asilo

Fernanda y Daniela vivieron en le centro de detención de Berks County cinco meses.

Tras más de una década de amenazas de muerte optó por pedir una visa de turismo en su natal Colombia para embarcarse hacia Estados Unidos.

“Todo lo que hablaba la gente de allá eran maravillas”, dijo Fernanda (nombre ficticio) quien a su llegada al Aeropuerto de Atlanta en el 2015 acompañada de su hija, de seis años, y su progenitor (abuelo de la niña), pidió asilo político por temor a que una organización de paramilitares Los Ángeles Negros, que la marcó llegara hasta donde ella.

Esta madre entró a territorio norteamericano legalmente, su visa de turismo se extendía por diez años, pero era válida solo por seis meses. Sin embargo, ella no sabía lo que tenía que hacer o quien contactar, porque su realidad era una y es que estaba huyendo de la muerte.

Explicó que esta movida fue motivada por un defensor de los “derechos humanos” en su natal Colombia, quien primero le recomendó que pidiera asilo o como ella le llama “ayuda del tercer país” debido a las amenazas que recibía a diario. “Nos fuimos para Ecuador, allí estuvimos dos meses, pero me regresé a Colombia porque me negaron el tercer país y los paramilitares nos encontraron”, dijo nerviosa.

Fue bajo ese estado que le confesó a los agentes de inmigración su temor en espera de ayuda, pero ésta llegó de una forma inesperada. La encadenaron de manos y pies, a su padre también, así como la separaron de su niña. “Accedí a que me apartaran de la niña, porque era eso o regresarnos a Colombia. No supe nada, donde la iban a llevar, quien la iba a cuidar, porque siempre me hablaban en inglés”, dijo.

Lo único que recuerda del traumático momento fue cuando le dijo adiós a la pequeña por medio de un cristal. De ahí en adelante fue ingresada a prisión junto con personas acusadas de delitos tales como asesinato y prostitución. “No tenía a quien llamar ni como saber de mi familia”, agregó Fernanda.

Tras dos meses de encierro fue transportada al aeropuerto donde la reunieron con su hija, Daniela (nombre ficticio). “Cuando vi a mi hija muy delgada y cabizbaja pensé que hasta de pronto la habían violado”, sostuvo al agregar que no le devolvieron las maletas. Acto seguido, fueron ingresadas en el centro de detención de Berks County en Pensilvania.

Con todo lo vivido, Fernanda pensó que en ese momento recibiría la ayuda que solicitó. “Ahí fue cuando empezó la pesadilla porque estar allí encerrada por mucho tiempo, sin hablar con nadie, porque no tenía con quien, ni saber de nadie esperando por un proceso de inmigración que puede durar mucho tiempo”.

Reveló que la ubicaron en una habitación con otras tres mujeres y sus respectivos hijos. En dos ocasiones tuvo que solicitar que la cambiaran de cuarto, primero porque tuvo problemas de territorio con otra inquilina y luego “porque un niño me quiso tocar a mi hija”.

Aseguró que tuvo que trabajar limpiando el lugar para ganar un dólar diario. Con este monto le compraba a la niña sopitas o palomitas de maíz porque a la menor no le gustaba lo que servían en el comedor. También utilizaba lo que ganaba para comprar jabón para poder asearse en las duchas compartidas.

Fernanda no tenía quien la reclamara en Estados Unidos por lo que le resultó sospechoso que un día la mandaron a llamar porque tenía visita. Y fue un grupo de las Naciones Unidas, que se hizo pasar por una iglesia católica, para irla a ver luego de que ella los contactara mediante correo electrónico en sus horas de óseo en las computadoras. “Me pasaron una tarjeta por debajo de la mesa y se identificaron”, agregó.

Fue en ese momento que tras cinco meses encerrada con su hija, levantándose todos los días a la media noche para hacer simulacros de incendios, vio la luz porque la ayudaron a encaminar su caso en las cortes de inmigración y salió del centro de detención con un grillete electrónico. Buscó ayuda en diferentes iglesias y vivió como nómada entre Atlanta y Florida, pero no fue hasta que una activista local la ayudó que regresó a Filadelfia para que le quitaran el aparato electrónico y pudiera continuar con su batalla legal.

“Mi hija ya no es la misma, no es tan alegre y siempre tiene miedo”, dijo al recordar los momentos de encierro.

La misma activista que la orientó le dio albergue por un tiempo y las llevó a ambas a la playa. Ahí conoció al que ahora es su esposo y padre de su segunda hija, nacida hace cinco meses atrás. Este reportaje especial se llevó a cabo en enero de 2018.

Hasta el momento Fernanda vive encerrada, por miedo a la deportación y su hija también, quien describe a los oficiales migratorios como “personas malas”. Ambas esperan una contestación en términos de su petición de asilo de parte de las entidades migratorias en el país.

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